Qu’est-ce une icône? (Bogota, Catedra internacional de arte Luis Angel Arango, novembre 2002)
Qué es un ícono?
A lo largo de los veinte siglos de cristianismo, Cristo se ha convertido en la piedra angular de la representación de lo divino o de las realidades espirituales, léase metafísicas. Durante los últimos tres siglos del primer milenio, como consecuencia de la violenta crisis de la doctrina de los iconoclastas, la Iglesia desarrolló una teología de la imagen que justifica la representación del Dios-Hombre. La tradición iconográfica que se afianzó en el Oriente ortodoxo donde aún subsiste, apoyándose en un consenso dogmático de la Iglesia, se ha ido transformando poco a poco en el Occidente católico romano en provecho de las diferentes corrientes e individualidades que se han manifestado en épocas diferentes en las diversas culturas que lo conforman.
Después del concilio de Trento, las dos tradiciones de las representaciones cristológicas: la oriental, fundada sobre cánones y una técnica muy estrictos, totalmente distinta a la pintura “profana” – y la occidental, en la cual la pintura religiosa, que no está separada de la pintura en general, tiene un valor edificante.
Se puede representar al Dios-Hombre?
La división entre Occidente y Oriente en el mundo cristiano se estableció, en gran parte, como consecuencia de la cuestión de la imagen, y primordialmente de la imagen del Hijo de Dios. Partiendo del judaísmo, para el cual toda imagen es prohibida por cuanto es susceptible de provocar idolatría, pero evolucionando en el mundo greco-romano en el cual hay una profusión de representaciones de dioses o semidioses, el cristianismo, hasta el siglo V, desarrollará de manera difusa y un tanto anárquica, un arte con imágenes que representan a Cristo, María y los santos de una manera “realista” o simbólica: cruz, cordero, vid. El culto a los muertos en Egipto, en Roma, en Siria, tuvo una gran influencia en la formación de la iconografía cristiana en términos generales.
Hasta el concilio iconoclasta de Constantinopla en 754, convocado por Constantino V, llamado Coprónimo, no existía ninguna doctrina eclesial relacionada con las imágenes sagradas. Se constata que algunos fieles las rechazaban y otros las aceptaban. La iconografía de Cristo se establece poco a poco. Con anterioridad al siglo IV, no había más que representaciones, podría decirse, didácticas; episodios de la vida de Jesús, y luego, después del primer Concilio Ecuménico de Nicea en 325, a medida que el cristianismo se iba oficializando, aparecen las escenas de la pasión e inclusive, la representación de Cristo Rey.
Los comienzos del arte cristiano que conocemos se remonta al período que va desde finales del siglo I hasta principios del siglo III. Se encuentran algunas pinturas funerarias en diversas catacumbas del subsuelo romano, esos cementerios cristianos que eran verdaderas ciudades subterráneas. (Fuera de Roma, se encuentran también en Nápoles, Sicilia, Malta, Túnez y Egipto). Las primeras representaciones parietales asimilan la imaginería pagana siguiendo modelos greco-romanos. Antes de la mitad del siglo IV, la mayor parte de los episodios de la vida de Cristo que se representaban eran ilustraciones de su vida pública, de sus milagros; no existe representación ni de la pasión ni de la realeza de Cristo. En términos generales, las obras paleocristianas no reflejan la angustia de la muerte ni los dramas del mundo. Cristo adquiere los rasgos míticos de Orfeo (quien, como él, descendió a los infiernos), de un joven enseñante, o del Buen Pastor (catacumbas de santos Pedro y Marcelino, Roma, segunda mitad del siglo III, y de san Calixto, siglo III). Según el profeta Ezequiel (Ez 34, 12): “Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas”, idea retomada por san Juan “Yo soy el buen pastor”(Jn 10, 11). El Buen Pastor tiene los rasgos del Hermes (Mercurio – Nota del traductor) griego. Se encuentra también al Cristo-Helios con los rasgos de Febo (Apolo – Nota del traductor) que conduce una yunta (grutas vaticanas, Roma, finales del siglo III). De la misma manera, se adaptó una iconografía a la vez simbólica y emblemática y no “hierohistórica”. De esta manera, el pez, el cordero, la paloma, la vid, se convierten en emblemas cristológicos por excelencia. El acróstico de la palabra griega ichtus [pez] permite leer: “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”. El Pez-Cristo se encuentra por todas partes : en los frescos (capilla A2 de la catacumba de San Calixto, siglo I), en sarcófagos, en jarras, en amuletos. El pez se transforma a veces en delfín, el animal que, según el historiador griego Heródoto, salvó al poeta Arión de morir ahogado en las profundidades del mar. El Cordero Pascual reemplaza también, durante siglos, la imagen directa del Dios-Hombre de la misma manera que la paloma se convertirá en seguida en el símbolo del Espíritu Santo. A partir del texto de san Juan “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”(Jn 15, 5), se representaron, tanto a manera de decoración como de emblema, los motivos derivados de la viña. La cruz latina, no aparecerá sino hasta la primera mitad del siglo IV. De esta manera, antes de las primeras definiciones dogmáticas de Cristo, el arte cristiano se acoge a una iconografía sobria tanto en el trazo como en el color, que apunta a lo simbólico y a lo abstracto en contraste con la estética naturalista que dominaba en la época.
El siglo IV ve triunfar al cristianismo en 380 como religión oficial del imperio romano; Constantinopla, fundada en 324, se convierte, a finales del siglo, luego de la separación definitiva de Oriente y Occidente, en la capital del imperio bizantino; los dos primeros Concilios Ecuménicos, el de Nicea en 325 y el de Constantinopla en 381, permiten determinar la manera de representar a Cristo: él es la imagen de Dios Padre “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, (Jn 14, 9); los Padres de la Iglesia, como san Basilio de Cesarea (san Basilio el Grande), san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nacianzo, (san Gregorio Nacianceno), desarrollan, precisan y amplifican la doctrina cristológica.
El arte bizantino cristiano se impuso durante los mil años de historia de Bizancio, la cual se termina con la toma de Constantinopla por los turcos en 1453, pero actualmente continúa manifestándose en todos los países donde aún existe la cultura ortodoxa (Grecia, Rusia, Ucrania, Serbia, Rumania, Armenia, Siria, Egipto, Etiopía).
En el siglo IV, san Basilio el Grande afirmó que “el honor rendido a una imagen se refiere al prototipo” [Hè tès eikonos timè épi ton portotypon diabainei][1] En efecto, en la teología ortodoxa del ícono hay que distinguir entre el Prototipo, que es la Divinidad en su Trinidad, y las imágenes arquetipos que son una emanación del Protipo único. Es a partir de estas imágenes arquetípicas que se crearon los modelos canónicos que sirven de referencia para todas las representaciones apográficas que se suceden a lo largo de los siglos.
De esta manera, el Prototipo es único. Es la luz de los tres soles de la Santísima Trinidad. Esta luz es indescriptible. Como lo dice, siguiendo la tradición, un iconógrafo ruso de la segunda mitad del siglo XX, el monje Gregorio Krug: “Dios es totalmente irrepresentable en su ser, impenetrable en su esencia e inconocible. Él está, se podría decir, revestido de las tinieblas inexpugnables de la impenetrabilidad.”[2]
Lo que es accesible de esta luz increada, son las irradiaciones de la gracia divina cuya energía sofiánica (llena de sabiduría – Nota del traductor) organiza el mundo y lo ilumina. Es a esta luz del mundo de la imagen, luz de la parusía, a la que tienen acceso, por la ascética espiritual, los santos, los que alcanzan la semejanza angélica. Es ésta la luz que fulguró en el Monte Tabor y que, en el siglo XIX, abrasó a san Serafín de Sarov. Es de ella de la cual la tradición ostenta la legitimidad de la representación, representación accesible al hombre bajo la forma de imágenes arquetípicas hierosimbólicas. Si la imagen de la gloria prototípica, primera absoluta, es impenetrable a nuestros ojos y a nuestro entendimiento carnal, la encarnación del Hijo del Hombre entreabrió el velo que desesperadamente cubre la majestad insostenible del Deus absconditus.
Los emperadores bizantinos se sirven de las imágenes sagradas, sobre todo la de Cristo, para expresar y propagar ideas religiosas y políticas. La Iglesia, ella, no se pronunció de manera universal. Se observa, en el siglo IV rechazos de toda representación de lo divino o de lo sagrado sobre los muros de las iglesias (Sínodo local de Elvira en España, entre 305 y 312; carta de Eusebio a Constancia, hermana del emperador Constantino; textos de san Epifanio de Chipre…). En cambio, el Concilio Quinisexto (en Trullo), que tuvo lugar en Constantinopla en 692, afirma en el canon 82 que hay que representar a Cristo, no bajo la forma simbólica del cordero, tal como existía sobre todo en Occidente, sino “según su aspecto humano” “kata ton anthropinon typon“). Frente a la prohibición de la imagen divina y sagrada entre judíos y musulmanes, quienes no cesaban de polemizar contra la idolatría cristiana, los Padres del Quinisexto oponen, a lo que consideran como religiones de la Ley, una religión de la gracia.
El Concilio Ecuménico de Éfeso en 431, y el de Calcedonia en 451, habían confirmado, en contra de Nestorio, los partisanos de Arius y los monofisitas, que Cristo es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre, así como el lugar de María, como Madre de Dios, (Théotokos) en la economía divina. De esta manera, se puede ver en la iglesia de Santa María la Mayor en Roma, todo un ciclo de imágenes que subrayan la divinidad del Niño y la importancia teológica de su Madre.
Cuando, en 726, el emperador León III hace destruir el ícono de Cristo sobre la gran puerta de bronce de su palacio y la reemplaza por una cruz con un epigrama afirmando que “el emperador no puede admitir una figura (eïdos) de Cristo sin voz y sin aliento” y que las escrituras se oponen a toda imagen de Cristo según su naturaleza humana, comienza la guerra contra los íconos que provocaron, entre los “veneradores de imágenes” (iconódulos) y los “rompedores de imágenes” (iconoclastas) querellas y luchas sangrientas que se prolongaron desde el reinado de Léon III el Sirio (717-741) y el de su hijo Constantino V Coprónimo (741-775). El primer Concilio iconoclasta de 754, que tuvo lugar en Constantinopla en el palacio de Hiera, declara como herética la fabricación y la veneración de íconos en general. En 764, Constantino V Coprónimo hizo destruir todas las imágenes de los seis Concilios Ecuménicos y las reemplazó por una representación de los juegos del hipódromo y de su cochero preferido! Hubo, entre 780 et 815, una pausa y un regreso a las prácticas iconófilas. Es entonces cuando se pudo realizar en 787, en Nicea, el VII Concilio Ecuménico que consagró dogmáticamente el culto a las imágenes: “El que se prosterna delante de un ícono se prosterna delante de la hipóstasis del que está representado o inscrito en él.”
Pero el emperador León V el Armenio reunió en 815 un segundo Concilio iconoclasta en la catedral de Santa Sofía, presidido por el patriarca Teodoto. No fue sino en 843 cuando se restableció definitivamente en la Iglesia “el triunfo de la ortodoxia”, es decir, la veneración de los íconos.
Frente a las posiciones iconoclastas que se apoyaban en interpretaciones teológicas muy sutiles, la Iglesia “ortodoxa”, a su vez, tuvo que elaborar una teología del ícono en la cual la representación de Cristo quedaba justificada por su encarnación.
La audacia de querer reflejar la gloria divina en las producciones humanas es legítima, como dice san Pablo en su segunda epístola a los corintios (2 Co 3, 18): “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto (tèn doxan Kuriou katoptrizoménoi), reflejamos como en un espejo (tèn autèn eikona) la gloria del Señor.” Y en otra parte, (2 Cor 4, 6), san Pablo precisa: “Pues el mismo Dios que dijo : De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el (pros photismon) conocimiento (tès gnôséos) de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo”. La legitimidad de una gnosis sagrada a través de la iconografía está, pues, oculta en el misterio de la encarnación, en el Dios hecho hombre, principio central de la religión cristiana.
San Juan Damasceno, que vivió en el siglo VII, y que fue el primer gran teólogo de las imágenes sagradas, consagró tres tratados a la defensa de la imagen sagrada contra la tentación nihilista iconoclasta y justificaba así la posibilidad de representar al Dios-Hombre:
“Cuando tú veas al Incorporal volverse hombre a través tuyo, entonces tú harás la representación figurativa (ektupôma) de su forma humana; cuado el Invisible se vuelve visible por la carne, entonces tú representarás (eikoniseis) la semejanza del que se volvió visible […] Cuando el que existe desde toda la eternidad en la forma de Dios se haya despojado asumiendo la forma de esclavo, volviéndose de esta manera limitado en cantidad y calidad, habiendo revestido la marca (karaktèr) de la carne, entonces represéntalos sobre una plancha y expón a la vista de todos a Aquél que ha querido aparecer. Representa su nacimiento de la Virgen, su bautismo en el Jordán, su Transfiguración en el monte Tabor […] Pinta todo por la palabra y por los colores.”[3]
Y en otra parte el damasceno afirma: “Contemplando (théôrountés) la marca carnal, nosotros nos representamos (énnooumèn), tanto como ello es posible, la gloria divina.”[4]
La justificación teológica de la representación de lo divino fue establecida por el santo higumenio (?) del monasterio de Stoudion, Teodoro, y sobre todo por el patriarca Nicéforo. Para Teodoro el Stoudionita, Cristo es descriptible en su hipostasio (persona – Nota del traductor) quedando indescriptible en su divinidad: “El arquetipo y la imagen, como la realidad y la sombra, no son idénticos […] La Divinidad es adorada y glorificada conjuntamente con el cuerpo del Señor, en razón de la conjunción de las naturalezas puesto que ella está sometida al contorno de la carne […] Si […] alguien dice que la Divinidad está presente en la imagen, no peca en absoluto, puesto que ella está también presente en la forma de la cruz y en los otros objetos consagrados. La Divinidad no está presente en la imagen por una unión de naturaleza puesto que no se trata de una carne divinizada; ella no está presente en la imagen más que por una participación relativa, por una participación en la gracia y el honor.”[5]
Uno de los argumentos originales de san Nicéforo el Patriarca es hacer del ícono una matriz donde viene a descansar el Indescriptible, de la misma manera que Dios Hijo bajó al seno de la Virgen.[6]
La audacia que es para el hombre la representación simbólica en la imagen de las realidades divinas no es posible, para el cristiano, ya lo he dicho, más que por el hecho de que Dios se hizo hombre. El hombre lleva impresa, desde su creación, la imagen y la semejanza de Dios, el ícono arquetípico dado por Dios, ícono sin cesar ensombrecido por las tinieblas del pecado, pero que es la fuente anamnésica inagotable que legitima toda representación del ser divino figurativa o discursivamente. Citando una vez más al monje Gregorio Krug : “La imagen y la semejanza de Dios, que en la caída misma del hombre, no pueden consumirse y deben renovarse inagotablemente, revivir, purificarse y, por la acción de la gracia y de la ascesis del hombre, ser de cierta manera, pintadas incansablemente en las profundidades del espíritu. Por la ascesis, suprema semejanza, la imagen de Dios se inscribe en el trasfondo del hombre y este esfuerzo constructivo, ininterrumpido e inalienable, es la condición fundamental de la vida del hombre, una especie de huella de la imagen de Cristo en los fundamentos del alma.”[7]
Este ícono arquetípico sobre el cual se había extendido un velo de oscuridad ha sido plenamente restaurado por la encarnación del Dios de la Gloria. Escuchemos una vez más al monje Gregorio: “Cristo, en su encarnación, aparece como el restaurador de la imagen divina en el hombre y se puede decir que es más que el restaurador; es la ejecución y la realización total y perfecta de la imagen de Dios, ícono de íconos, la fuente de toda imagen santa, la imagen que no ha sido hecha por la mano del hombre (aquiropoeta), la Jerusalén viva.”[8]
Para la tradición ortodoxa, el primer arquetipo icónico, la primera imagen sagrada, fuente por excelencia y sello original de las representaciones sacras, es el ícono del Salvador Aquiropoeta, la Santa Faz que no ha sido hecha por la mano del hombre. Conocemos la bella historia, referida por la tradición según la cual se trata de la imagen impresa milagrosamente por el mismo Cristo sobre un lienzo (el Mandylion), para regalársela al rey Abgar de Edesa. El ícono de la Santa Faz Aquiropoeta que fue impresa milagrosamente por Cristo mismo sobre el Mandylion es, en consecuencia, para la tradición ortodoxa, el ángulo, la clave, “el sello original y la fuente de toda imagen”[9]. Es la luz del Tabor que arde en la imagen sagrada, luz pre-eterna que no se consume jamás, aun si la imagen sagrada no está a la altura de su abrasamiento. Porque al igual que el espejo, la imagen, producción humana, puede reflejar mal o inclusive deformar, pero su luz, que se refleja, no por esto se oscurece. El monje Gregorio dice al respecto: “Cuando las fuerzas se agotan en la creación de los íconos por falta de piedad o de fe, y que los íconos parecen perder la gloria de su dignidad celeste, ahí tampoco se opaca esta luz; continúa viviendo, está lista a aparecer de nuevo con toda su fuerza para llenarlo todo con el triunfo de la Transfiguración del Tabor. Parece que nosotros actualmente también nos encontramos en el umbral de esta luz y a pesar de que aún sea de noche, la mañana se acerca.”[10]
El ícono de la Santa Faz Aquiropoeta fue emparedada para librarla de la destrucción de los paganos. Este arquetipo es atestiguado en la ciudad de Edesa (hoy Urfa, en Armenia. – Nota del traductor) a partir de finales del siglo V hasta 944, fecha en la cual fue llevado triunfalmente a Contantinopla después de haber sido comprado por los emperadores Constantino VII, llamado Porfirogéneta y Romano I. Después del saqueo de Constantinopla en 1204, se pierde su rastro.
Las reproducciones de la Santa Faz se multiplicaron. Entre ellas podríamos tal vez incluir la imagen impresa en la Sábana Santa de Turín. Los ejemplares más antiguos son: El Salvador Aquiropoeta de la escuela de Novgorod (siglo XII) y el de Rostov-Souzdal (siglo XIII) que se encuentra en la Galería Nacional Tretiakov en Moscú, o también la Santa Faz de la catedral de Laon (siglos XII-XIII) (departamento del Aisne, Francia – Nota del traductor). En el siglo XX, el Mandylion de la Santa Faz del monje Gregorio Krug (1969, Ermitage du Saint-Esprit, Le Mesnil-Saint-Denis). Éstos dan testimonio, de manera esplendorosa, de la permanencia de este tema. Paralelamente, en la Iglesia de Occidente, se desarrolla el tema del Velo de la Verónica sobre la base de una tradición que se remonta al siglo IV según la cual Verónica (déformación de “Vero Icono“, verdadera imagen) habría enjugado con un lienzo el rostro de Cristo en su ascenso hacia el Gólgota. La faz de Cristo habría quedado impresa en este lienzo. Un Sudario de Santa Verónica (sin duda una obra serbia del siglo XIII) se encuentra en San Pedro en Roma. Este arquetipo está al origen de múltiples copias, desde el panel del Maestro de Santa Verónica que la representa sosteniendo el Santo Sudario (Munich, Alte Pinakothek) hasta la vigorosa Santa Faz de Rouault (1933, Paris, Musée National d´Art Moderne-MNAM).
El Salvador Aquiropoeta en la pintura de íconos es pues el modelo por excelencia del sentido que tiene en el ortodoxismo la veneración de todos los íconos en general, tal como fue definida en el VII Concilio Ecuménico de Nicea en 787. Es “el testimonio visible de la adjunción del principio humano, creado, al ser divino imperecedero”[11] No se trata de la adoración de la materia misma de la cual está hecho el ícono, tampoco de la veneración de las planchas, de los colores, o de los pequeños cuadrados de los mosaicos, sino del esfuerzo espiritual “para elevar su atención contemplando la imagen hacia la fuente misma de la imagen – el prototipo invisible […] El ícono se convierte como en el símbolo de este mundo invisible, su sello tangible; el sentido del ícono es ser como la puerta luminosa de los misterios inexpresados, la vía de la ascensión divina.”[12]
Los iconoclastas consideraban la teología iconográfica como una blasfemia contra la Divinidad y subrayaban el peligro de que ésta se convirtiera en una perversión idólatra. Según esto, la tradición ortodoxa hizo muy bien la distinción entre la veneración, en griego proskynésis (veneración), y la adoración (latreia) propiamente dicha que no se rinde sino a Dios. El pintor de íconos ruso Leonidas Ouspiensky, en su obra esencial La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe (La teología del ícono en la Iglesia ortodoxa) (1960-1980), mostró bien cómo la traducción al latín de estos dos términos, “proskynésis” y “latreia“, por una sola palabra – “adoratio” se debió al desconocimiento por parte de los latinos del lugar teológico del ícono en la espiritualidad cristiana.[13] Otro teólogo ruso, J. Meyendorff, puede afirmar que “la distinción nunca será bien comprendida en Occidente.”[14] En el momento en que el VII Concilio de Nicea prohibe la adoración de los íconos pero instituye, de manera eclesial, su veneración relativa, los teólogos francos de los Libri Carolini, que refutaron los actos del VII Concilio Ecuménico que les habían sido transmitidos en una mala traducción[15], consideran que “las imágenes son el producto de la fantasía de los artistas” y que a este título ellos no podrían tener estatuto teológico. Se podría decir que esta concepción “envenenó en su fuente al arte occidental[16]” y está al origen de la degradación, de la laicización del arte sagrado cuando no se trata de imágenes sagradas sino de obras con temas religiosos. Se puede decir que hubo una inversión de la relación de la imagen con lo sagrado. No es ya más lo sagrado que le da fuerza a la imagen, sino la imaginación individual estética que se sirve de lo sagrado para hacer una imagen.
Yo quisiera citar una vez más al monje Gregorio para quien “la imagen aquiropoeta de Cristo no solamente es la fuente de las representaciones sagradas sino también la imagen que esparce luz y santifica igualmente las representaciones del arte profano, en primer lugar el arte del retrato. En este sentido, el ícono en su existencia litúrgica eclesial no está separado del arte exterior, sino que se asemeja a una cima nevada que vierte sus arroyos en el valle, llenándolo y vivificándolo todo.”[17] Y continúa: “Existe todavía otro vínculo íntimo del ícono con la pintura profana. El ícono hace nacer en la pintura foránea a la Iglesia, a veces totalmente terrestre, la sed misteriosa de eclesializarse, de cambiar de naturaleza ; el ícono, en este caso, es la levadura celeste que hace fermentar la masa en la cual esta levadura se encuentra.”[18]
Cómo no mencionar aquí la filosofía de la belleza y de la creación que encontramos en Nicolas Berdiaev. A pesar de que Berdiaev nunca habla de la pintura de íconos, su meditación sobre el arte es la de un creyente ortodoxo que siente profundamente el sentido teológico de la veneración de las imágenes. Al igual que el ícono, toda obra de arte auténtica es una penetración en el movimiento onto-teológico escatológico. Lo que aparece, lo que es signo epifánico, está ahí para revelar lo que está más allá de la representación. Si bien toda representación artística no es sagrada, es decir inscrita en el movimiento teológico de una tradición hierohistórica – como es el caso del ícono – toda verdadera obra de arte en su tendencia hacia la belleza suprema, participa en el desciframiento de la gloria venidera[19].
“Lo que el relato comunica a través del oído, la pintura lo muestra silenciosamente (siopôsa) a través de la representación (mimèsis)”, dice san Basilio el Grande[20]. Esta frase nos muestra, si fuese necesario, la función esencial, no solamente de toda pintura, sino en particular de la pintura de íconos, que es la expresión, igual en dignidad a la tradición escrita y a la tradición oral, de la vida íntima, litúrgica, de la Iglesia ortodoxa.
El pintor de íconos no es un copiador de cánones iconográficos dados de una vez por todas, que él repite mecánicamente. Los cánones, es cierto, existen. Ellos definen un cierto número de elementos esenciales que le permiten a cada modelo iconográfico tener trazos distintivos que lo hacen reconocible por todos los creyentes y que le evitan al pintor caer en el realismo efímero o en el sensualismo. Por ejemplo, la realidad histórica, cuando de santos se trata, no será ignorada, sino que se conservará lo que es estrictamente indispensable para el reconocimiento del modelo vivo. La pintura de íconos, arte sagrado por excelencia, lleva un testimonio visible no sólo de la realidad divina sino también de la realidad histórica, desprovista de todo lo que es accesorio o fortuito. Pero “la realidad histórica sola, aun si es muy exacta, no constituye un ícono. En el momento en que la persona representada es portadora de la gracia divina, el ícono debe indicarnos su santidad. De otra manera no tendría sentido[21]“. El ícono es una revelación de la eternidad en el tiempo, es testigo de la gloria divina, luz de los tres soles de la Divinidad.
De esta manera, la historia descrita en el ícono no adquiere su verdadero sentido sino cuando se transfigura en hierohistoria. Por medio de la humanidad de Cristo, es su divinidad la que se contempla. Retomando a san Simeón el Teólogo, el historiador de la patrística, Vladimir Lossky, escribió: “El Cristo ‘histórico’, ‘Jesús de Nazaret’, tal como aparecía a los ojos de los testigos foráneos, el Cristo exterior a la Iglesia, siempre es sobrepasado en la plenitud de su revelación, acordada a los verdaderos testigos, a los hijos de la Iglesia iluminados por el Espíritu Santo. El culto de la humanidad de Cristo es extraño a la tradición oriental, en la cual, más bien, esta humanidad deificada está revestida de la misma forma gloriosa con que los discípulos la vieron en el monte Tabor, humanidad de Cristo que hace posible ver su divinidad común con el Padre y el Espíritu.”[22]
La transformación de toda carne en caro spiritualis es traducida pictóricamente en el ícono por la estilización, por finísimas rayaduras doradas que parecen incendiar todo lo que es material, por la perspectiva inversa. La creación iconográfica de esta presencia de la Luz increada es particularmente sensible en el ícono de la festividad de la Transfiguración en el cual la gloria de la luz divina llena con su efusión la naturaleza entera. Escuchemos cómo un pintor de íconos lo describe: “El reparto de las representaciones en este ícono (nube que cubre con su sombra al Salvador, el movimiento de los rayos que indican las fuerzas de energía divinas, el movimiento del monte Tabor y la caída precipitada de los apóstoles, todo lo que constituye la base del ícono habla de la luz y está determinado por la luz. De luminosidad está llena la nube, gloria del Espíritu Santo que cubrió con su sombra al Señor, y los vestidos del Señor cuya blancura se llena de un fina red de rayos dorados que indican igualmente la irradiación de las fuerzas divinas.
El reflejo de la luz que se desprende del Señor ilumina las túnicas de Moisés y de Elías, las de los apóstoles que caen en tierra y los salientes del monte Tabor.
Todo concurre en este ícono a hacer sensible la presencia de esta luz en el monte Tabor de la cual san Gregorio Palamas definió la doctrina ortodoxa. La luz del Tabor es una irradiación increada de la Divinidad misma, una efusión radiante de la gracia de la Santísima Trinidad que santifica e ilumina al mundo.”[23]
Es así como el ícono nos da visualmente la imagen de la Jerusalén celeste que “no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren porque la ilumina la gloria de Dios ” (Ap 21, 23). No hay hogar luminoso de donde emane la luz, no hay sombras proyectadas, porque esta luz traspasa todo el mundo material, brota de todas partes para transfigurarlo. De la misma manera, la perspectiva de la representación está invertida. El ícono no aprehende el espacio según las leyes ópticas según las cuales las dimensiones de los objetos decrecen con la lejanía y las líneas de la perspectiva se cruzan en el horizonte, sino al contrario, es en el espectador de la imagen donde vienen a cruzarse estas líneas; el espectador es el horizonte hacia el cual ellas convergen. Podría decirse que es desde el exterior de la imagen desde donde salen los haces de luz para irradiar al que la contempla. “La perspectiva invertida no es un ‘trompe-l’œil’ (engaño visual – Nota del traductor); no fascina al espectador para absorberlo en el juego vano de las apariencias; lo tranquiliza, lo concentra, lo vuelve atento al mensaje del ícono; es como si el hombre estuviera a la entrada de una vía que en vez de perderse en el espacio se abriera sobre un infinito de plenitud.”[24]
Todo concurre en el ícono, bien sea lo ilógico de la arquitectura o el orden insólito de los elementos figurativos, para hacer salir la representación fuera del mundo sensible y colocar al contemplador que está delante de la imagen en otro orden, aquél al cual nos convida toda enseñanza ascética y mística de la ortodoxia, el de la oración pura y de la pura acogida. Es así como el ícono es una teología silenciosa de la luz de los tres soles de la ortodoxia.
La función del ícono de acercarnos al misterio, al igual que su función pedagógica, no adquieren plena fuerza sino en el movimiento eclesial externo a la Iglesia, el ícono es considerado, en el mejor de los casos, como un objeto estético de formas repetitivas, hieráticamente fijadas. Luego el ícono no es un objeto sagrado entre otros objetos sagrados. Su carácter sagrado no es iluminado más que por el aliento profético que brota de él. La Luz de los tres soles de la Divinidad que se refleja en él como en un espejo en la medida de su accesibilidad, anticipa la transfiguración última de la humanidad.
El contenido del ícono en el movimiento eclesial es siempre profético. El ícono participa del esfuerzo litúrgico general para registrar tal o cual acontecimiento, para descifrar, a la luz de la ascesis espiritual, lo que es revelado y que no rinde cuentas de las realidades del cielo más que de manera ínfima, a causa de nuestra imposibilidad de representar totalmente, con una plenitud exhaustiva, lo que ha sido un acontecimiento en la economía eclesial. El profetismo del ícono está estrechamente ligado al profetismo eclesial que tiene su fuente en el acontecimiento de Pentecostés en que la Iglesia se atavió con las vestiduras del Espíritu Santo. En lo sucesivo, toda la Iglesia, todo el cuerpo de Cristo, toda la humanidad, se dirigen polifónicamente hacia la luz de la parusía.
El ícono, en la transformación que hace de toda carne en sôma pneumatikon, en caro spiritualis, participa en la respiración de la Iglesia movida por el Espíritu Santo. Participa en la ascesis espiritual que se dirige hacia la última Transfiguración. Los íconos no se reproducen mecánicamente; nacen los unos de los otros, inclusive se transforman, pero guardan siempre una característica única, la de ser el espejo que refleja en un hierosimbolismo cada vez con mayor fidelidad, la luz de los tres soles de la Divinidad.
[1] San Basilio el Grande, De Spirito Sancto,18, 45, Migne, P.G., 32, 149 C
[2] Monje Gregorio (G.I. Krug), Carnets d’un peintre d’icônes, Lausanne, L’Age d’Homme, 1994, p. 51
[3] San Juan Damasceno, Pros tous diaballontas tas agias eikonas, Migne P.G. p. 1240 A
[4] Ibidem, p. 1336 A
[5] San Teodoro de Stoudion, Trois controverses contre les adversaires des saintes images, in: L’Image incarnée. Trois controverses contre les adversaires des saintes images, précédé de Athanase Jevtitch Défense et illustration des saintes icônes, Lausanne, L’Age d’Homme, 1999, p. 61
[6] Ver: Nicéforo el Patriarca, Discours contre les iconoclastes, Paris, Klincksieck, 1990 (introducción y traducción de los “Antirrhétiques” par M.-J. Mondzain)
[7] Monje Gregorio (G.I. Krug), Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit. p. 35
[8] Ibidem, p. 36
[9] Monje Gregorio, Ibidem, p. 49
[10] Ibidem, p. 34
[11] Monje Gregorio, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 48
[12] Ibidem, p. 49
[13] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, Paris, Cerf, 1982, p.123sq.
[14] J. Meyendorff, Le Christ dans la théologie byzantine, Paris, 1969
[15] Sobre los Livres Carolins y el Concilio de Francfurt en 794, ver: Egon Sedler S.J., L’icône image de l’invisible, Paris, Desclée de Brouwer, 1981, p. 31sq.
[16] M. Evdokimov , in L’Art sacré, Paris, 1953, N° 9-10, p. 20
[17] Monje Gregorio, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 50
[18] Ibidem
[19] Cf. Bodo Zelinsky, “Schönheit und Schöpfertum. Ein Versuch über die Kunstphilosophie Nikolaj Berdiaevs”, Zeitschrift für Aesthetik und allgemeine Kunstwissenschaft, Bonn, Band 17/1, 1972; Jean-Claude Marcadé, “La création comme oeuvre du huitième jour chez Nicolas Berdiaev”, Axes. Recherches pour un dialogue entre christianisme et religions, tomo VII/4, abril-mayo 1975, p. 11-20
[20] San Basilio el Grande, Eis tous agious tessarakonta marturas, Migne, P.G., 31, p. 509 A; este texto es “resumido” en: San Basilio, Panégyrique des quarante martyrs, Paris, Lecoffre, 1877, p. 259
[21] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, op.cit., p. 151-152
[22] Vladimir Lossky, Essai sur la Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, Paris, Aubier, 1944, p. 242
[23] Monje Gregorio, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 121-122
[24] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, op.cit., p. 151-152
Qu’est-ce qu’une icône?
Le Christ est devenu au cours des vingt siècles de christianisme la pierre d’angle de la représentation du divin ou de réalités spirituelles, voire métaphysiques. Dans les trois derniers siècles du premier millénaire, grâce à la crise violente de l’iconoclasme, l’Eglise a élaboré une théologie de l’image qui justifie la figuration du Dieu-Homme. La tradition iconographique s’appuyant sur un consensus dogmatique ecclésial, qui s’est fixée dans l’Orient orthodoxe et qui s’y perpétue jusqu’à aujourd’hui, a été petit à petit transformée dans l’Occident catholique romain au profit des différents courants et individualités qui se sont manifestés dans les diverses cultures qui le composent, à des époques diverses.
Après le Concile de Trente les deux traditions de figurations christologiques : l’orientale fondée sur des canons et une technique très stricts, totalement distincte de la peinture “profane” – et l’occidentale où la peinture religieuse, qui n’est pas séparée de la peinture en général, a valeur d’édification.
Peut-on figurer le Dieu-Homme?
La division entre Occident et Orient dans le monde chrétien s’ est établie, pour une part importante, à partir de la question de l’image, en premier lieu de l’image du Fils de Dieu. Issu du judaïsme pour lequel toute image est interdite, parce que susceptible de provoquer l’idolâtrie, mais évoluant dans le monde gréco-romain où il y a une profusion de représentations de dieux et de demi-dieux, le christianisme, jusqu’au Vème siècle, développera de façon diffuse et quelque peu anarchique un art avec des images représentant le Christ, Marie, les saints d’une manière “réaliste” ou symboliste : Croix, Agneau, Cep. Le culte des morts en Egypte, à Rome, en Syrie eurent une grande influence sur la formation de l’iconographie chrétienne de façon générale.
Jusqu’au concile iconoclaste de Constantinople en 754, convoqué par Constantin V Copronyme, il n’y eut pas de doctrine ecclésiale concernant les images sacrées. On constate que certains fidèles les rejettent, d’autres les acceptent. L’iconographie du Christ s’établit peu à peu. Avant le IVème siècle, ce ne sont que des représentations, pourrait-on dire didactiques, des épisodes de la vie de Jésus, puis, après le Premier Concile Œcuménique deNicée en 325, au fur et à mesure que le christianisme se fait de plus en plus officiel, apparaissent les scènes de la Passion ou encore la figuration du Christ-Roi.
Les débuts de l’art chrétien que nous connnaissons remontent à la fin du Iième et au début du IIIème siècles. On trouve quelques peintures funéraires dans les diverses catacombes du sous-sol romain, ces cimetières chrétiens qui étaient de vraies cités souterraines (outre Rome, on en trouve à Naples, en Sicile, à Malte, en Tunisie et en Egypte). Les premières représentations pariétales assimilent l’imagerie païenne, suivent les modèles gréco-romains. Avant le milieu du IVème siècle, la plupart des épisodes de la vie du Christ sont des illsutrations de sa vie publique, de ses miracles; il n’y a pas de représentation de la Passion, ni de la Royauté du Christ. De façon générale, les œuvres paléo-chrétiennes ne reflètent pas l’angoisse de la mort ni les drames du monde. Le Christ prend les traits mythiques d’Orphée (qui est descendu aus Enfers comme lui), d’un jeune homme enseignant ou du Bon Pasteur (Catacombes des Saints-Pierre-et-Marcellin, Rome, seconde moitié du IIIème siècle, et de Saint-Callixte, IIIème siècle), selon Ezechiel (XXXIV, 12) / “Comme un pasteur passe en revue son troupeau quand il est au milieu de ses brebis, je passerai en revue mes brebis”, repris par St Jean : “Je suis le bon pasteur” (X, 11). Le Bon Pasteur a les traits de l’Hermès grec. On trouve aussi le Christ-Hélios sous les traits de Phébus conduisant un attelage (Grottes vaticanes, Rome, fin du IIIème siècle). On adapta également une iconographique à la fois symbolique et emblématique et non “hiérohistorique” : ainsi le Poisson, l’Agneau, la Colombe, le Cep, sont-ils les emblèmes christologiques par excellence. L’acrostiche du mot grec ichtus [poisson] permet de lire : “Jésus-Christ fils de Dieu, Sauveur”. On retrouve le Poisson-Christ partout : sur les fresques (Chapelle A2 de la catacombe Saint-Callixte, Iième siècle), les sarcophages, les vases, les amulettes. Le poisson se transforme parfois en dauphin, l’animal qui avait sauvé le poète Arion des abîmes. L’Agneau pascal remplace aussi pendant des siècles l’image directe du Dieu-Homme, de la même façon que la colombe qui deviendra par la suite le symbole du Saint-Esprit. A partir du texte de St Jean (XV, 5) : “Je suis le cep, vous êtes les sarments”, on put figurer, à la fois comme décor et comme emblème, des motifs issus de la vigne. La croix latine, elle, n’apparaîtra que dans la première moitié du IVème siècle. Ainsi, avant les premières défi!nitions dogmatiques du Christ, l’art chrétien s’en tient à une iconographie sobre dans le trait et la couleur, visant au symbolique et à l’abstrait, en contradiction avec l’esthétique naturaliste dominante à cette époque.
Le IVème siècle voit le christianisme triompher en 380 comme religion officielle de l’Empire Romain; Constantinople, fondée en 324, devient, à la fin du siècle, lors de la séparation définitive de l’Orient et de l’Occident, la capitale de l’Empire byzantin; les deux premiers Concile œcuméniques, celui de Nicée en 325 et de Constantinople en 381, permettent de fixer la manière de représenter le Christ : il est l’image de Dieu le Père (“Celui qui M’a vu a vu le Père”, Jn, XIV, 9); les Pères de l’Eglise, comme Basile de Césarée (St Basile le Grand), Jean Chrysostome, Grégoire de Nazianze, Grégoire de Nysse, développent, précisent, amplifient la doctrine christologique.
L’art byzantin chrétien a imposé pendant mille années de l’histoire de Byzance, qui se termine avec la prise de Constantinople par les Turcs en 1453, mais continue de se manifester jusqu’à aujourd’hui dans tous les pays où existe encore la culture orthodoxe (Grèce, Russie, Ukraine, Serbie, Roumanie, Arménie, Syrie, Egypte, Ethiopie).
Au IVème siècle, St Basile le Grand paut affirmer que “l’honneur rendu à l’image se rapporte au prototype” [Hè tès eikonos timè épi ton prototypon diabainei][1] En effet, dans la théologie orthodoxe de l’icône il faut distinguer le Prototype qui est le Divinité dans sa Trinité et les images archétypes qui sont une émanation du Prototype unique. C’est à partir de ces images archétypiques que sont créés les modèles canoniques qui servent de référence pour toutes les représentations apographiques qui se succèdent au cours des siècles.
Ainsi le Prototype est unique. C’est la lumière des trois soleils de la Sainte Trinité. Cette lumière est indescriptible. Comme le dit, à la suite de la Tradition, un iconographe russe de la seconde moitié du XXème siècle, le Moine Grégoire (Krug) : “Dieu est totalment irreprésentable dans son être, impénétrable dans son essence et inconnaissable. Il est, pourait-on dire, vêtu des ténèbres inexpugnables de l’impénétrabilité.”[2]
Ce qui est accessible de cette lumière incréée, ce sont les irradiations de la grâce divine dont l’énergie sophianique organise le monde et l’illumine. C ‘est à cette lumière du monde imaginal, lumière parousique, qu’ont accès, par l’ascèse spirituelle, les saints, ceux qui arrivent à la ressemblance angélique. C’est cette lumière qui a fulguré sur le Mont Thabor et qui, au XIXème siècle, a embrasé St Séraphin de Sarov. C’est d’ elle que la Tradition tient la légitimité de la représentation, représentation accessible à l’homme sous la forme d’images archétypiques hiérosymboliques. Si l’image de la gloire prototypique, première absolue, est impénétrable pour nos yeux et notre entendement de chair, l’Incarnation du Fils de l’Homme a entrouvert le voile qui désepérément couvre la majesté insoutenable du Deus absconditus.
Les empereurs byzantins se servent des images sacrées, surtout de celle du Christ, pour exprimer et propager des idées religieuses et politiques. L’Eglise, elle, ne se prononça pas de façon universelle. On note, au IVème siècle, des rejets de toute représentation du divin ou du sacré sur les murs des églises (synode local d’Elvire en Espagne, entre 305 et 312; lettre d’Eusèbe à Constantia, sœur de l’empereur Constantin; les textes de St Epiphane de Chypre…). En revanche, le Concile Quinisexte (in Trullo), tenu à Constantinople en 692, affirme dans le canon 82 qu’il faut représenter le Christ, non sous la forme symbolique de l’Agneau, telle qu’elle existait surtout en Occident, mais “selon son aspect humain” “kata ton anthropinon typon“). Face à l’interdit de l’image divine et sacrée chez les juifs et les musulmans, qui ne cessaient de polémiquer contre l’idolâtrie chrétienne, les Pères du Quinisexte opposent à ce qu’ils considérent comme des religions de la Loi, une religion de la Grâce.
Le Concile Œcuménique d’Ephèse en 431, comme celui de Chalcédoine en 451, avaient confirmé, contre Nestorius, les partisans d’Arius et les monophysites que le Christ est à la fois vrai Dieu et vrai homme, et la place de Marie comme Mère de Dieu (Théotokos) dans l’économie divine. Ainsi peut-on voir dans l’église Sainte-Marie-Majeure à Rome tout un cycle d’images soulignant la divinité de l’Enfant et l’importance théologique de sa Mère.
Lorsque l’empereur Léon III fait détruire en 726, sur la Grande Porte de Bronze de son palais l’icône du Christ et la remplace par une Croix avec une épigramme affirmant que “l’empereur ne peut admettre une figure (eïdos) du Christ sans voix et sans souffle” et que les Ecritures s’opposent à toute image du Christ selon sa nature humaine. C’est le début de la guerre contre les icônes qui provoquèrent entre les “vénérateurs des images” (iconodoules) et les “briseurs d’image” (iconoclastes) des querelles et des luttes sanglantes qui durèrent sous le règne de Léon III le Syrien (717-741) et celui de son fils Constantin V Copronyme (741-775). Le premier concile iconoclaste de 754, tenu à Constantinople au palais de Hiéra, déclara hérétique la fabrication et la vénération des icônes en général. En 764, Constantin V Copronyme fit détruire toutes les images des six Conciles Œcuméniques et les remplaça par une représentation des jeux de l’hippodrome et de son cocher préféré!
Il y eut entre 780 et 815 une pause et un retour aux pratiques iconophiles. C’est alors que put se tenir, à Nicée, le VIIème Concile Œcuménique en 787 qui consacra dogmatiquement le culte des images : “Celui qui se prosterne devant l’icône se prosterne devant l’hypostase de celui qui est inscrit en elle.”
Mais l’empereur Léon V l’Arménien réunit en 815 un second concile iconoclaste dans la cathédrale Sainte-Sophie, présidé par le patriarche Théodote. Ce n’est qu’en 843 que fut rétabli définitivement dans l’Eglise “le triomphe de l’orthodoxie”, c’est-à-dire de la vénération des icônes.
Face aux positions iconoclastes qui s’appuyaient sur des interprétations théologiques très subtiles, l’Eglise “orthodoxe” dut, à son tour, élaborer une théologie de l’icône où la représentation du Christ y était justifiée par son Incarnation.
L’audace de vouloir refléter la gloire divine dans des productions humaines est légitime, comme le dit St Paul dans la Seconde Epître aux Corinthiens (III, 18) : “Nous tous, contemplant à visage découvert, comme à travers un miroir la gloire du Seigneur (tèn doxan Kuriou katoptrizoménoi), nous métamorphosons la même image (tèn autèn eikona) de gloire en gloire, comme par l’Esprit-Seigneur.” Et plus loin, St Paul précise : “Dieu qui a fait jaillir la lumière des ténèbres, l’a faite jaillir dans nos cœurs pour que nous reflétions (pros photismon) la connaissance (tès gnôséos) de la gloire de Dieu dans la face du Christ” (II Cor., IV, 6). La légitimité d’une gnose sacrée à travers l’iconographie est donc celée dans le mystère de l’Incarnation, dans le Dieu fait homme, principe central de la religion chrétienne.
St Jean de Damas, au VIIème siècle, fut le premier grand théologien des images sacrées, qui a consacré trois traités à la défense de l’image sacrée contre la tentation nihiliste iconoclaste, justifiait ainsi la possibilité de figurer le Dieu-Homme :
“Lorsque tu verras l’Incorporel devenir homme à travers toi, alors tu feras la figuration (ektupôma) de sa forme humaine; lorsque l’Invisible devient visible par la chair, alors tu représenteras (eikoniseis) la ressemblance de Celui qui est devenu visible […] Lorsque Celui qui existe de toute éternité dans la forme de Dieu, s’est dépouillé en assumant la forme de l’esclave, devenant ainsi limité dans la quantité et la qualité, ayant revêtu la marque (karaktèr) de la chair, alors figure-les sur une planche et expose à la vue de tous Celui Qui a voulu apparaître. Figure Sa naissance de la Vierge, Son baptême dans le Jourdain, Sa transfiguration sur le Mont Thabor […] Peins tout par la parole et par les couleurs.”[3]
Et ailleurs le Damascène affirme : “En contemplant (théôrountés) la marque charnelle, nous nous représentons (énnooumèn), autant que cela est possible, la gloire divine.”[4]
La justification théologique de la représentation du divin fut établie par le saint higoumène du monastère du Stoudion, Théodore, et surtout par le patriarche Nicéphore. Pour Théodore Stoudite, le Christ est descriptible dans son hypostase tout en restant indescriptible dans sa divinité: “L’archétype et l’image, comme la réalité et l’ombre ne sont pas identiques […] La Divinité est adorée et glorifiée conjointement avec le corps du Seigneur, en raison de la conjonction des natures, puisqu’elle s’est soumise au contour de la chair[…] Si […] quelqu’un dit que la Divinité est présente dans l’image, il ne pèche point, puisqu’elle est tout aussi présente dans la forme de la Croix et dans les autres objets consacrés. Elle n’y est pas présente par une union de nature, car ce n’est pas une chair divinisée; elle n’y est présente que par une participation relative, par une participation à la grâce et à l’honneur.”[5]
Un des arguments originaux de St Nicéphore le Patriarche est de faire de l’icône une matrice où vient reposer l’Indescriptible, de la même façon que Dieu le Fils est descendu dans le sein de la Vierge.[6]
L’audace qu’est pour l’homme la représentation symbolique dans l’image des réalités divines n’est possible pour le chrétien, nous l’avons dit, que parce que Dieu s’est fait homme. L’homme porte, depuis sa création, l’image et la ressemblance de Dieu, l’icône archétypique donnée par Dieu, icône sans cesse obscurcie par les ténèbres du péché, mais qui est la sourve anamnésique intarisssable qui légitime toute représentation de l’être divin figurativement ou discursivement. Je citerai encore le Moine Grégoire Krug : “L’image et la ressemblance de Dieu, qui dans la chute même de l’homme, ne peuvent se consumer et doivent se renouveler intarissablement, revivre, se purifier et par l’action de la Grâce et l’ascèse de l’homme, être, d’une certaine manière, peintes inlassablement dans les profondeurs de l’esprit. Par l’ascèse, suprême ressemblance, l’image de Dieu s’inscrit dans le tréfonds de l’homme et cet effort constructif, ininterrompu et inaliénable, est la condition fondamentale de la vie de l’homme, une sorte d’empreinte de l’image du Christ sur les fondements de l’âme.”[7]
Cette icône archétypique sur laquelle un voile d’obscurité s’était étendu a été pleinement restaurée par l’incarnation du Dieu de Gloire. Ecoutons encore le Moine Grégoire : “Le Christ dans son incarnation apparaît comme le restaurateur de l’image divine dans l’homme et on peut dire qu’il est plus que le restaurateur, il est l’exécution et la réalisation totales et parfaites de l’image de Dieu, l’icône des icônes, la source de toute image sainte, l’image qui n’a pas été faite de main d’homme (acheïropoiète), la Jérusalem vivante.”[8]
Pour la Tradition orthodoxe, le premier archétype iconique, la première image sacrée, source par excellence et sceau originel des représentations hiérophaniques, est l’icône du Sauveur Acheïropoiète, la Sainte Face qui n’a pas été faite de main d’homme. On connaît la belle histoire, rapportée par la Tradition selon laquelle il s’agit là de l’image imprimée miraculeusement par le Christ sur un linge (le Mandylion), pour en faire don au roi Abgar d’Edesse. L’icône de la Sainte Face Acheïropoiète qui a été imprimée miraculeusement par le Sauveur lui-même sur le Mandylion est ainsi, pour la Tradition orthodoxe, l’angle, la clef, “le sceau originel et la source de toute image”[9]. C’est la lumière du Thabor qui brûle dans l’image sacrée, lumière pré-éternelle qui ne s’éteint jamais, même si l’image sacrée n’est pas à la hauteur de son embrasement. Car, tel le miroir, l’image, production humaine, peut mal refléter ou même déformer, mais sa lumière qui se reflète n’en est pas ternie pour autant. Le Moine Grégoire dit à ce sujet : Quand les forces se tarissent dans la création des icônes, faute de piété, et que les icônes semblent perdre la gloire de leur dignité céleste, là aussi cette lumière ne se tarit pas, continue à vivre, est prête à apparaître à nouveau dans toute sa force et à emplir tout du triomphe de la Transfiguration du Thabor.
Il semble que nous aussi nous nous trouvons à présent au seuil de cette lumière et bien qu’il soit nuit, le matin approche.”[10]
L’icône de la Sainte Face Acheïropoiète fut emmurée pour la soustraire à la destrucction des païens. Cet archétype est attesté dans la ville d’Edesse à partir de la fin du Vième siècle jusqu’en 944, date où elle fut apportée triomphalement à Constantinople après avoir été achetée par les empereurs Constantin Porphyrogénète et Romain Ier. Après le sac de Constantinople en 1204, on perd sa trace.
Les copies de la Sainte Face se sont multipliées. Parmi elles on pourrait peut-être compter l’image imprimée sur le Saint-Suaire de Turin. Les plus anciens exemplaires sont Le Sauveur Acheïropoiète de l’Ecole de Novgorod (XIIème siècle) et celui de Rostov-Souzdal (XIIIème siècle) de la Galerie nationale Trétiakov à Moscou, ou encore la Sainte Face de la cathédrale de Laon (XIIème-XIIIème siècle). Au XXème siècle, le Mandylion à la Sainte Face du moine Grégoire Krug (1969, Ermitage du Saint-Esprit, Le Mesnil-Saint-Denis) témoigne de façon éclatante de la permanence du sujet.
Parallèlement, dans l’Eglise d’Occident, se développe le thème du Voile de Véronique, sur la base d’une tradition remontant au IVème siècle selon laquelle Véronique (déformation de “Vera Icona“) aurait essuyé avec un linge le visage du Christ marchant vers le Golgotha. La face du Christ serait restée imprimée sur ce linge. Un Suaire de Sainte Véronique (sans doute une œuvre serbe du XIIIème siècle) se trouve à Saint-Pierre de Rome. Cet archétype est à l’origine de multiples copies, depuis le panneau du Maître de la Sainte Véronique qui représente cette dernière tenant le Suaire (Munich, Alte Pinakothek) jusqu’ à la vigoureuse Sainte Face de Rouault (1933, Paris, MNAM).
Le Sauveur Acheïropoiète dans la peinture d’icônes est donc le modèle par excellence du sens qu’ a dans l’ Orthodoxie la vénération de toutes les icônes en général, comme cela fut défini au VIIème Concile Œcuménique de Nicée en 787. Il est “le témoignage visible de l’adjonction du principe humain créé à l’être divin impérissable”[11] Il ne s’agit pas de l’adoration de la matière même dont est faite l’icône, non pas de la vénération des planches, des couleurs ou des petits carrés de mosaïque, mais de l’effort spirituel “pour élever son attention en contemplant l’image vers la source même de l’image – le prototype invisible […] L’icône devient comme le symbole de ce monde invisible, son sceau tangible; le sens de l’icône est d’être comme la porte lumineuse des mystères inexprimés, la voie de l’ascension divine.”[12]
Les iconoclastes voyaient un blasphème contre la divinité dans la théologie iconographique dont ils soulignaient le danger d’une perversion idolâtre. Or la Tradition orthodoxe a bien fait la distinction entre la vénération , en grec proskynésis (vénération), et l’adoration (latreia) proprement dite qui ne revient qu’à Dieu. Le peintre d’icônes russe Léonide Ouspiensky, dans son ouvrage essentiel La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe (1960-1980), a bien montré comment la traduction de ce deux termes “proskynésis” et “latreia” en latin par un seul mot – “adoratio” a été la méconnaissance par les Latins de la place théologique de l’icône dans la spiritualité chrétienne.[13] Un autre théologien russe, J. Meyendorff, peut affirmer que “la distinction ne sera jamais bien comprise en Occident.”[14] Alors que le VIIème Concile de Nicée interdit bien l’adoration des icônes mais institue, de façon ecclésiale, leur vénération relative, les théologiens francs des Libri Carolini, qui réfutèrent les actes du VIIème Concile Œcuménique qui leur avaient été transmis dans une mauvaise traduction[15], conçoivent que “les images sont le produit de la fantaisie des artistes” et qu’à ce titre elles ne sauraient avoir de statut théologique. On peut dire que cette conception “a empoisonné dans sa source l’art occidental[16]“, et est à l’origine de la dégradation, de la laïcisation de l’art sacré, quand l’on n’a pas affaire à des images sacrées, mais à des œuvres à thème religieux. On peut dire qu’il y a eu inversion du rapport de l’image au sacré. Ce n’est plus le sacré qui donne sa force à l’image, c’est l’imagination individuelle esthétique qui se sert du sacré pour faire une image.
Je voudrais encore une fois citer le Moine Grégoire pour qui “l’image acheïropoiète du Christ est non seulement la source des représentations sacrées mais aussi l’image qui répand la lumière et sanctifie également les représentations de l’art profane, en premier lieu l’art du portrait. En ce sens, l’icône dans son existence liturgique ecclésiale n’est pas séparée de l’art extérieur, mais est semblable à un sommet neigeux qui déverse ses ruisseaux dans la vallée, la remplissant et communiquant la vie à tout”[17] . Et il poursuit : “Il y a encore un autre lien intime de l’icône avec la peinture profane. L’icône fait naître dans la peinture étrangère à l’Eglise, parfois totalement terrestre, la soif mystérieuse de s’ecclésialiser, de changer de nature; l’icône, dans ce cas, est le levain céleste qui fait fermenter la pâte dans laquelle ce levain s’est trouvé.”[18]
Comment ne pas mentionner ici la philosophie de la Beauté et de la création que nous trouvons chez Nicolas Berdiaev. Bien que Berdiaev ne parle jamais de la peinture d’icônes, sa méditation sur l’art est bien celle d’un croyant orthodoxe ressentant profondément le sens théologique de la vénération des images. De même que l’icône, toute œuvre d’art authentique est une percée dans le mouvement onto-théologique eschatologique. Ce qui apparaît, ce qui est signe épiphanique est là pour révéler ce qui est au-delà de la représentation. Si toute représentation artistique n’est pas sacrée, c’est-à-dire inscrite dans le mouvement théologique d’une tradition hiérohistorique – comme c’est le cas pour l’icône – toute vraie oeuvre d’art dans sa tension vers la Beauté suprême participe à la décryptation de la gloire à venir[19].
“Ce que le récit communique à travers l’ouïe, la peinture le montre silencieusement (siopôsa) à travers la représentation (mimèsis)”, dit St Basile le Grand[20]. Cette phrase nous montre, s’il en était besoin, la fonction essentielle, non seulement de toute peinture, mais en particulier de la peinture d’icônes, qui est l’expression, égale en dignité à la Tradition écrite et à la Tradition orale, de la vie intime, liturgique, de l’Eglise Orthodoxe.
Le peintre d’icônes n’est pas un copieur de canons iconographiques donnés une fois pour toutes, qu’il répète mécaniquement. Les canons, certes, existent. Ils définissent un certain nombre d’éléments essentiels qui permettent à chaque modèle iconographique d’avoir des traits distinctifs qui le feront reconnaître de tous les croyants et qui éviteront au peintre de tomber dans le réalisme éphémère ou le sensualisme. La réalité historique, quand il s’agit de saints, par exemple, ne sera pas ignorée, mais on n’en retiendra que ce qui est strictement indispensable à la reconnaissance du modèle vivant. La peinture d’icônes, art sacré par excellence, porte un témoignage visible non seulement de la réalité divine, mais aussi de la réalité historique qu’elle débarrasse de tout ce qui est accessoire et fortuit. Mais “la réalité historique seule, même très exacte, ne constitue pas une icône. Du moment que la personne représentée est porteuse de la grâce divine, l’icône doit nous indiquer sa sainteté. Autrement, elle n’aurait pas de sens[21]“. L’icône est une révélation de l’éternité dans le temps, elle témoigne de la gloire divine , lumière des trois soleils de la divinité.
Ainsi, l’histoire dans l’icône ne prend son sens que transfigurée en hiérohistoire. A travers l’humanité du Christ, c’est sa Divinité qui est contemplée. Reprenant St Siméon le Théologien, l’historien de la patristique , Vladimir Lossky, écrit : “Le Christ ‘historique’, ‘Jésus de Nazareth’, tel qu’il apparaissait aux yeux des témoins étrangers, le Christ extérieur à l’Eglise, est toujours dépassé dans la plénitude de la révélation accordée aux vrais témoins, aux fils de l’Eglise éclairés par le Saint Esprit. Le culte de l’humanité du Christ est étranger à la tradition orientale, ou, plutôt, cette humanité déifiée revêt ici la même forme glorieuse dans laquelle les disciples l’ont vue sur le Mont Thabor, humanité du Christ qui rend visible la Divinité commune avec le Père et l’Esprit.”[22]
La transformation de toute chair en caro spiritualis est traduite picturalement dans l’icône par la stylisation, par de fines hachures dorées qui embrasent tout ce qui est matériel, par la perspective inversée. La création iconographique de cette présence de la Lumière incréée est particuliérement sensible dans l’icône de la fête de la Transfiguration où la gloire de la lumière divine emplit de son effusion la nature tout entière. Ecoutons un peintre d’icônes la décrire : “La répartition des représentations sur cette icône (nuée qui couvre de son ombre le Sauveur, le mouvement des rayons qui indiquent les forces-énergies divines, le mouvement du Mont Thabor et la chute précipitée des apôtres, tout ce qui constitue la base de l’icône parle de la lumière, et est déterminé par la lumière. De lumière est emplie la nuée, gloire de l’Esprit Saint qui a couvert de son ombre le Seigneur et l’habit du Seigneur dont la blancheur est emplie d’un fin réseau de rayons d’or qui indiquent également l’irradiation des forces divines.
Le reflet de la lumière qui se répand du Seigneur illumine les tuniques de Moïse et d’Elie, celles des apôtres qui sont jeté à terre et les saillies des degrés du Mont Thabor.
Tout concourt dans cette icône à rendre sensible la présence de cette lumière du Mont Thabor dont St Grégoire Palamas a défini la doctrine orthodoxe. La lumière du Thabor est une irradiation incréée de la Divinité elle-même, une effusion rayonnante de la grâce de la Sainte Trinité qui sanctifie et illumine le monde.”[23]
Ainsi, l’icône nous donne visuellement l’image de la Jérusalem céleste qui “n’a besoin ni de soleil, ni de la lune, car c’est la gloire de Dieu qui l’éclaire” (Apoc. XXI, 23). Il n’y a pas de foyer lumineux d’où part la lumière, il n’y a pas d’ombres projetées, car cette lumière transperce tout le monde matériel, jaillit de partout pour le transfigurer. De la même façon, la perspective de la représentation est inversée. L’icône n’appréhende pas l’espace selon les lois optiques d’après lesquelles les dimensions des objets décroissent avec l’éloignement et les lignes de la perspective se croisent à l’horizon, mais, au contraire, c’est dans le spectateur de l’image que viennent se croiser ces lignes; c’est le spectateur qui est l’horizon vers lequel elles convergent. C’est, pourrait-on dire de l’extérieur de l’image que partent les faisceaux de lumière pour irradier celui qui la contemple. “La perspective renversée n’est pas un ‘trompe-l’œil’; elle ne fascine pas le spectateur pour l’absorber dans le jeu vain des apparences, elle l’apaise, le concentre, le rend attentif au message de l’icône, c’est comme si l’homme se tenait à l’entrée d’une voie qui, au lieu de se perdre dans l’espace, s’ouvre sur un infini de plénitude.”[24]
Tout concourt dans l’icône, que ce soit l’alogisme de l’architecture ou l’ordre insolite des éléments figuratifs, à faire sortir la représentation hors du monde sensible pour placer le contemplateur qui est devant l’image dans un autre ordre, celui auquel nous convie tout l’enseignement ascétique et mystique de l’orthodoxie, celui de la prière pure et du pur accueil. L’icône est ainsi une théologie silencieuse de lumière des trois soleils de l’orthodoxie.
La fonction mystérique de l’icône, de même que sa fonction pédagogique, ne prennent toute leur force que dans le mouvement ecclésial. En dehors de l’Eglise, l’icône est considérée, dans le meilleur des cas, comme un objet esthétique aux formes répétitives, hiératiquement figées. Or l’icône n’est pas un objet sacré parmi les autres objets sacrés. Son caractère sacré n’est éclairé que par le souffle prophétique qui jaillit d’elle. La lumière des trois soleils de la Divinité qui se reflète en elle, comme dans un miroir, dans la mesure de son accessibilité, anticipe la Transfiguration ultime de l’humanité.
Le contenu de l’icône dans le mouvement ecclésial est toujours prophétique. L’icône participe à l’effort liturgique général pour graver tel ou tel événement, pour décrypter, à la lumière de l’ascèse spirituelle, ce qui est révélé et qui ne rend compte des réalités du ciel que de façon infime, à cause de notre impossibilité de représenter totalement, avec une plénitude exhaustive, ce qui a été un événement dans l’économie ecclésiale. Le prophétisme de l’icône est lié étroitement au prophétisme ecclésial qui a sa source dans l’événement de la Pentecôte où l’Eglise s’est revêtue des habits de l’Esprit Saint. Désormais, toute l’Eglise, tout le corps du Christ, toute l’humanité, sont tendus polyphoniquement vers la lumière parousique.
L’icône, dans sa transformation de toute chair en sôma pneumatikon, en caro spiritualis, participe à la respiration de l’Eglise mue par l’Esprit Saint. Elle participe à l’ascèse spirituelle qui se dirige vers l’ultime Transfiguration. Les icônes ne se reproduisent pas mécaniquement, elles naissent les unes des autres, elles se transforment même, mais elles gardent toujours quelque chose d’unique, celle d’être le miroir, reflétant dans un hiérosymbolisme de plus en plus fidèle, la lumière des trois soleils de la Divinité.
Jean-Claude Marcadé
novembre 2002
[1] St Basile le Grand, De Spirito Sancto,18, 45, Migne, P.G., 32, 149 C
[2] Moine Grégoire (G.I. Krug), Carnets d’un peintre d’icônes, Lausanne, L’Age d’Homme, 1994, p. 51
[3] St Jean Damascène, Pros tous diaballontas tas agias eikonas, Migne P.G. p. 1240 A
[4] Ibidem, p. 1336 A
[5] Saint Théodore du Stoudion, Trois controverses contre les adveraires des saintes images, in : L’Image incarnée. Trois controverses contre les adversaires des saintes images, précédé de Athanase Jevtitch Défense et illustration des saintes icônes, Lausanne, L’Age d’Homme, 1999, p. 61
[6] Voir : Nicéphore le patriarche, Discours contre les iconoclastes, Paris, Klincksieck, 1990 (introduction et traduction des “Antirrhétiques” par M.-J. Mondzain)
[7] Moine Grégoire (G.I. Krug), Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit. p. 35
[8] Ibidem, p. 36
[9] Moine Grégoire, Ibidem, p. 49
[10] Ibidem, p. 34
[11] Moine Grégoire, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 48
[12] Ibidem, p. 49
[13] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, Paris, Cerf, 1982, p.123sq.
[14] J. Meyendorff, Le Christ dans la théologie byzantine, Paris, 1969
[15] Sur les Livres Carolins et le Concile de Francfort en 794, voir : Egon Sedler S.J., L’icône image de l’invisible, Paris, Desclée de Brouwer, 1981, p. 31sq.
[16] M. Evdokimov , in L’Art sacré, Paris, 1953, N° 9-10, p. 20
[17] Moine Grégoire, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 50
[18] Ibidem
[19] Cf. Bodo Zelinsky, “Schönheit und Schöpfertum. Ein Versuch über die Kunstphilosophie Nikolaj Berdiaevs”, Zeitschrift für Aesthetik und allgemeine Kunstwissenschaft, Bonn, Band 17/1, 1972; Jean-Claude Marcadé, “La création comme oeuvre du huitième jour chez Nicolas Berdiaev”, Axes. Recherches pour un dialogue entre christianisme et religions, tome VII/4, avril-mai 1975, p. 11-20
[20] St Basile le Grand, Eis tous agious tessarakonta marturas, Migne, P.G., 31, p. 509 A; ce texte est “résumé” dans : Saint Basile, Panégyrique des quarante martyrs, Paris, Lecoffre, 1877, p. 259
[21] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, op.cit., p. 151-152
[22] Vladimir Lossky, Essai sur la Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, Paris, Aubier, 1944, p. 242
[23] Moine Grégoire, Carnets d’un peintre d’icônes, op.cit., p. 121-122
[24] L. Ouspensky, La théologie de l’icône dans l’Eglise Orthodoxe, op.cit., p. 151-152